martes, 14 de octubre de 2008

PRIMERAS NOTICIAS DEL FLAMENCO EN LA LITERATURA (II)

La Colección de cantes flamencos (1881) que nos legó Demófilo, padre de los estudios folklóricos andaluces, y las obras posteriores de sus hijos, Manuel y Antonio Machado, quienes siguiendo el camino trazado por su progenitor, bebieron de estas fuentes para la creación de gran parte de sus composiciones -Cante hondo (1912) de Manuel Machado y La Lola se va a los Puertos (1920)- dan buena cuenta de la influencia que el flamenco ha ejercido en el terreno de la literatura. En 1922, y tras una pequeña fase de declive, nace, gracias a la iniciativa de Manuel de Falla y de Federico García Lorca -y gracias también a la colaboración de muchos intelectuales-, el «Concurso de Cante Jondo», que consigue revalorizar este arte. El propio Lorca advertía en su famosa conferencia Importancia histórica y artística del primitivo canto andaluz llamado “cante jondo”: «El grupo de intelectuales y amigos entusiastas que patrocina la idea del concurso, no hace más que dar una voz de alerta. ¡Señores, el alma musical del pueblo está en gravísimo peligro! ¡El tesoro artístico de toda una raza va camino del olvido! Puede decirse que cada día que pasa, cae una hoja del admirable árbol lírico andaluz, los viejos se llevan al sepulcro tesoros inapreciables de las pasadas generaciones, y la avalancha grosera y estúpida de los cuplés enturbia el delicioso ambiente popular de toda España». El interés por la música folklórica surge a finales del XIX y se intensifica a principios del XX, sobre todo en Rusia. Según parece, el canto popular se erigía como elemento representativo y diferenciador de las identidades nacionales (una tendencia presente en la música de Bartók, de Debussy, Ravel y Stravinsky). «El nacionalismo musical -como advierte Antonio Martín- consiste en el siglo XX en un decidido interés por la música popular y su utilización como base de la música culta». En España el camino fue abierto por el musicólogo Felipe Pedrell (1841-1922), pionero en este tipo de trabajos, que fueron secundados por Isaac Albéniz (1860-1909) y Manuel de Falla (1876-1946), discípulo del maestro Pedrell, quien descubre que la auténtica raíz española se encarnaba en el primitivo cante jondo.El flamenco entronca directamente con la intelectualidad española, adquiere mayor relevancia y difusión. Este arte se “dignifica” por así decirlo, se le empieza a tomar en serio, deja de ser considerado como algo tabernario o marginal, se comienza a teorizar sobre su estética -Falla, Lorca...- y nuestros músicos comienzan a incorporar aspectos de la música flamenca a sus obras.A pesar de los ingentes esfuerzos por sacar a la luz, conservar y divulgar un arte que aparentemente amenazaba con desaparecer, el flamenco vuelve a sus orígenes, «se aferra -en palabras de Caballero Bolnald- sin mayores fisuras a los viejos conductos donde nació». Ya en la década de los años cincuenta el flamenco experimentará un nuevo impulso: Anselmo González Climent y Ricardo Molina comienzan a publicar libros y artículos, el sello discográfico Hispavox edita su famosa “Antología ....” y nace, en 1958, en Jerez de la Frontera y por iniciativa de un grupo de poetas, la Cátedra de Flamencología y Estudios Folklóricos Andaluces, a fin de continuar la línea marcada por Falla y García Lorca en la década de los veinte. Manuel Ríos declara con respecto a las intenciones del grupo: «soñábamos con algo que presentíamos muy difícil de alcanzar: la total revalorización del cante, siguiendo las directrices marcadas por Manuel de Falla y Federico García Lorca». Con intenciones similares nacen en las Universidades de Granada y Málaga el Seminario de Estudios Flamencos (fundado por Heredia Maya en 1973) y la Cátedra de Flamencología, respectivamente. El flamenco ha logrado ascender a las universidades y hacerse un hueco en ese celoso y cerrado mundo de la intelectualidad.La segunda de las cuestiones imprescindibles que nos atañen sería la de considerar o no el flamenco como parte integrante de la literatura. Consideramos que sí: el cante flamenco está íntimamente relacionado con el género poético (sobre todo con la poesía oral) y su originalidad tal vez resida principalmente, entre otras muchas cosas que se resisten a ser explicadas con las palabras, en condensar en muy pocos versos los principales sentimientos y temas de carácter universal: el amor, la pena, la muerte, la persecución, etc. «Las más infinitas grabaciones del Dolor y la Pena -asevera García Lorca-, puestas al servicio de la expresión más pura y exacta, laten en los tercetos y cuartetos de la seguiriya y sus derivados». El profesor Alfredo Arrebola considera que sin poesía es imposible concebir el flamenco, y que éste y aquélla son «expresiones culturales» similares que se encuentran estrechamente ligadas: «Mientras haya poesía, habrá flamenco. Porque el flamenco es también producto de una concepción poética en la mente del cantaor. El estudio histórico y literario de los romances, zéjeles, villancicos, etc... nos dan esta perfecta similitud entre “cante y poesía”». Félix Grande, por su parte, manifiesta lo siguiente: «La hostilidad contra el flamenco motivó que [...] pasase inadvertida una de las tradiciones poéticas más escalofriantes de la historia del idioma español. No siempre, pero a veces, una copla flamenca, en el espacio de tres a cinco versos, alcanza una emoción y una temperatura verbal tan altas como puede alcanzarlas la poesía que llamamos culta, a condición de buscar, dentro de la tradición poética culta, los instantes más grandes, más afortunados, misteriosos y permanentes. Aún ahora, [...] ni un solo crítico literario de fuste, ni un solo historiador de la literatura española han condescendido a tratar de igual a igual [...] a esa tradición poética que llega, en ocasiones, a entregarnos un ímpetu expresivo y un volumen de comunicación y de emoción incomparables y estremecedores».Las letras del flamenco, a diferencia de la Poesía con mayúsculas o “poesía culta”, no conocen nombres concretos, no conocen la autoría sencillamente porque esas letras, aunque en un principio fueron engendradas por un individuo, no tuvieron la posibilidad de ser registradas. Por esta razón son consideradas anónimas y solo existen al cobrar vida en las voces de distintos intérpretes. Esa necesidad de perpetuarlas en el tiempo y en el espacio es lo que le confiere a estas letras rango de inmortalidad.Demófilo aseguraba: «Los cantes flamencos constituyen un género poético, predominantemente lírico, que es a nuestro juicio, el menos popular de todos los llamados populares; es un género propio de cantadores; quien tuviera medios y virtud para poder vivir entre éstos algún tiempo, podría poner al pie de cada copla el autor de ella y entonces se vería que unas, por ejemplo, eran del tío Perico Mariano, otras del Fillo, otras de Juanero [...]. El pueblo, a excepción de los cantadores y aficionados, a que llamaríamos diletantti si se tratara de óperas, desconoce estas coplas; no sabe cantarlas, y muchas de ellas ni aún las ha escuchado». Ramón Solís, por su parte, en el libro Flamenco y Literatura, vierte esta afirmación: «Cuando se habla de que la copla popular es una creación del pueblo, creo que se comete una gran injusticia. El pueblo como comunidad, como masa, no es capaz de crear nada. Es la individualidad de un poeta anónimo el que ha creado la copla. Lo que hace el pueblo cantándola es conservarla, transmitirla, es decir, avalarla con la garantía de una aceptación plebiscitaria». La lírica flamenca va penetrando en el terreno de la “poesía culta”. A lo largo de todo el siglo XX son muchos los poetas que acogen en sus versos las influencias que ejerce la poesía flamenca: Salvador Rueda, Juan Ramón Jiménez, García Lorca, Fernando Villalón... y, los más contemporáneos, como Caballero Bonald, Fernando Quiñones, Félix Grande, Rafael Guillén o Heredia Maya, quienes ajustan sus composiciones a los moldes que la métrica flamenca impone.Pero no sería honesto declarar aquí que la literatura ha sido la única beneficiada en estas relaciones; la verdad es que desde hace bastantes años son muchos los intérpretes flamencos -el granadino Enrique Morente es un buen ejemplo- que, en busca de nuevas experiencias renovadoras, se sirven no solo de instrumentos musicales heterogéneos sino también de las letras de muchos poetas, sobre todo del grupo del 27 (Lorca, Alberti...).Hasta aquí hemos hablado de manera bastante sucinta sobre las relaciones que han existido y existen entre la poesía y el flamenco. Ahora le toca el turno al teatro, donde también se incorporan los cantes y bailes flamencos.La celebración del «Concurso de Cante Jondo» promovió el desarrollo de otros certámenes similares, sobre todo en la capital española. En este sentido, el hecho fue beneficioso para el flamenco, ya que supuso una mayor difusión de este arte. El cante flamenco empieza a incorporarse a los escenarios españoles en la década de los años veinte del siglo XX, etapa que se conoce con el nombre de ópera flamenca, pues al parecer sus promotores pagaban impuestos más reducidos si lo anunciaban con este título.Según la opinión de algunos flamencólogos, esta etapa teatral del flamenco fue de lo más negativa, ya que el auténtico cante llegó a adulterarse por la inclusión de otra serie de elementos folclóricos de muy diversa índole: «la incorporación del flamenco -declara Caballero Bonald-, con ese nombre o con otro cualquiera, a un espectáculo teatral, tenía que conducir forzosamente a un penoso deterioro y, claro es, al desplazamiento de las más puras modalidades gitano-andaluzas de tales espectáculos». Sin embargo, aunque la “ópera flamenca” tuviera sus defectos, lo cierto es que el flamenco llegó a muchos puntos de la geografía española, y las que hoy se consideran como máximas figuras de este arte se dieron a conocer a través de estos espectáculos: ahí está el caso de dos guitarristas sobresalientes, Sabicas y Ramón Montoya, y de excelsos cantaores y cantaoras -La Niña de los Peines, Manuel Torre, Antonio Chacón, etc.- A la par que la ópera flamenca se expande, el ballet flamenco toma cuerpo y dimensión universal; éste es el caso, por ejemplo, de Manuel de Falla, con obras como El sombrero de tres picos (la primera versión se estrenó en el teatro Eslava de Madrid, en 1917), basado en la obra homónima de Pedro Antonio de Alarcón, o El amor brujo (estrenada en el Teatro Lara de Madrid, en 1915), con texto de Gregorio Martínez Sierra.Pero será en la década de los 70 cuando el flamenco entre en uno de sus mejores momentos, las casas de discos son uno de los más importantes elementos de difusión, las editoriales comienzan a publicar más ensayos sobre este arte y aparecen las primeras tesis doctorales la materia, como la de Miguel Ropero Núñez,Estructuras léxico-semánticas en el lenguaje del cante flamenco. Asimismo, muchos escenarios españoles y extranjeros acogen interesantísimos montajes teatrales en los que se persigue una nueva estética y concepción del espectáculo flamenco. En ellos, el tema flamenco no es un añadido sino que es un elemento indispensable que confiere autenticidad al drama que ahí se representa. Desde el primitivo e inaugural Oratorio (1968), del Teatro Estudio Lebrijano (dirigido por Juan Bernabé), pasando por Quejío (1972) y Los Palos (1975), del grupo La Cuadra (dirigido por Salvador Távora), Ceremonial (1974), de Mario Maya, Oración de la tierra (1974), de Alfonso Jiménez Romero, Camelamos naquerar (1976), de Heredia Maya...etc. Así, hasta la actualidad.

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