Uno de los poetas más significativos de la llamada poesía flamenca es, sin la menor duda, el granadino Manuel Benítez Carrasco (1922 -1999). Como tampoco se podría negar que Benítez Carrasco sea, posiblemente, el poeta del Sur que más “letras de autor” ha dado para el mundo flamenco. Por eso no tuve el más mínimo inconveniente en musicar por los más variados estilos flamencos los sublimes, exquisitos y líricos poemas del inmortal vate, nacido en el barrio moruno del Albaycín, al arrullo del “agua oculta que llora”, como cantó Manuel Machado.
Y lo hice con la inspirada y bien templada guitarra de Ramón del Paso y con los versos recitados por el catedrático y poeta Rafael Delgado Calvo-Flores, allá por el canicular julio de 2003. Porque estaba – y lo sigo estando – plenamente convencido de las palabras que pronuncié en la apertura del curso 1980-1981 del Aula de Flamencología de la Universidad de Málaga; recuerdo haber dicho que “mientras haya poesía, habrá flamenco”. Efectivamente, la relación poesía-flamenco es estrechísima y tiene su origen en ese fondo ancestral que existe en cada pueblo como un arca en la que se acumulan y guardan expresiones denominadas, en un sentido recto, tradicionales. Se sabe que desde siempre la poesía se nutrió de lo que, en forma directa o indirecta, emana del patrimonio común. Y porque, además, ambas manifestaciones artísticas coinciden en su temática: EL HOMBRE. Nacimiento, vida, muerte, sentido de la existencia, el más allá, el absoluto, la nada y otros interrogantes, que se hace el hombre, determinan la esencia de la Poesía y del Flamenco:
Traigo el amor, siempre joven;
traigo el dolor, siempre viejo;
traigo la vida, la muerte,
niñez, llantos, penas, juegos,
algo de sonrisa y algo
para sembrar sentimnientos.
Así lo dejó escrito Manuel Benítez en su “Caminante”. Todo un sistema complejo de vivencias que determinan y especifican la esencia del arte flamenco. El que sentía y expresaba de forma natural, siguiendo las líneas del neopopularismo de García Lorca y Alberti, pero con voz propia y cálida humanidad. Benítez Carrasco recoge en la línea flamenca toda la tradición de un pueblo que no tuvo más remedio que cantar porque “cantando la pena / la pena se olvida”, vivencia que toma del “maestro” de los cantares flamencos y que seguirían, bajo la dirección espiritual de Juan Ramón Jiménez, todos los poetas de la generación del 27. Ese poeta no fue otro sino el sevillanísimo Manuel Machado (1874-1947). Idea que está perfectamente reflejada en las creaciones de Manuel Benítez:
¡Ay, esta guitarra, plaza
sonora del dolor!.
La prima quisiera darle
un capotazo al bordón;
porque el bordón, como un toro
del sentimiento mayor
va repartiendo profundas
cornadas al corazón.
A tu puerta está llamando
un río de agua y de pena;
ábrele, guitarra, y díle
cómo se matan las penas...”
cfr. “Por Soleares”, pág. 39 de “Antología poética” (Sevilla, 1989).
Benítez Carrasco comprendió que el flamenco es algo más que una música popular y un conjunto de tradiciones y costumbres. Eso es lo que yo he visto en toda su obra poética. El valor musical y filósofico del flamenco está más allá de “lo folklórico”; e históricamente considerado, ha sido la expresión vivencial de una comunidad marginada, la misma que él conoció y con la que participó “sus vivencias” del cante, del baile y de la guitarra en su propio entorno. Por eso , en los poemas de Manuel Benítez vemos claramente que el cante tiene, como principio y finalidad, manifestar el mundo íntimo, personal y apasionado del cantaor. Y más de una vez manifestó que jamás un cantaor puede convertirse en un rapsoda de hazañas o aventuras exteriores de un pueblo, ni siquiera de una familia. Porque lo que el cante expresa son sentimientos e intuiciones radicales, vivencias humanas y colectivas; por tal motivo, al correr del tiempo, se le buscó un epíteto que lo definiera: CANTE JONDO. Así era como siempre llamaba Manuel Benitez al cante. El poeta granadino aspiraba, como su homónimo sevillano Machado, a que sus cantares se quedasen en el aire, y saliesen de la garganta de cualquiera: hacer suya la musa popular o simplemente “recrearla”. Ya nadie pregunta por el autor de...
Si vas a Andalucía
que Dios te ampare
de la muerte pequeña
de sus cantares.
Que Andalucía
puede muy bien matarte
por bulerías..”.
Bien sabía Benítez Carrasco, asesorado por su amigo-hermano el inmortal guitarrista Manuel Cano, que el flamenco supone la exteriorización de un determinado estado de ánimo, y también un peculiar y congénito estilo de vida. El veía – lo sé por propia experiencia vivida con Manuel – que el cante se convierte en el vehículo de una especie de catarsis o, si se prefiere, una rudimentaria forma de exorcismo contra ciertos lacerantes acosos autobiográficos. Lo que el cante busca es transmitir a unos concretos testigos su historia personal, vivida en las cavernas de su propio instinto o reabsorbido a través de un patético y familiar aprendizaje humano. Debido posiblemente a ese carácter individual y hermético, el andaluz medio nunca consideró el flamenco como un fenómeno musical procedente de sus almacenes artísticos. Y así vemos en Manuel Benítez Carrasco cómo el aliento poético es lo que en él predomina y sobresale. Aliento poético unido al “sentir flamenco” de sus versos: “....¡Qué finamente se llora / cantando!. / ¡Qué finamente / se ríe, cantando!. / ¡Qué / finamente se da el alma / llorando, riendo... / y cantando. Yo quiero cantar....¡llorar! / Yo quiero cantar...¡reir! / Yo quiero cantar...¡amar!, cfr. “Cantando”, pág. 15 de “Aires de Andalucía” (Sevilla, 1996). El amor es, sin la menor duda, uno de los elementos fundamentales en los poemas líricos y flamencos de Benítez Carrasco. No olvidemos, ni por un momento, que no en vano es de una tierra de poetas, Andalucía. Y no en vano, escribe Miguel Pérez Herrero, es de una ciudad de la que han salido cantores inolvidables, Granada. Tierra que, por su historia, su leyenda y su aspecto, nos da la imagen real y viviente de un maravilloso poema y, además, cuna de estilos flamencos: Sacromonte, Albaycín, Alhambra y... la Torre de la Vela, “puntalicos” de las zambras, tangos, granaínas y fandangos de Frasquito Yerbagüena, Africa la Peza, Juanillo el Gitano, María la Canastera: todo rendido a los poemas flamencos de Manuel Benítez Carrasco.
El “sentir flamenco” del fino y lírico poeta albaicinero es una verdadera y auténtica diversión en sentido etimológico: volver sobre sí mismo en todos los sentidos. Por esto mismo, el andaluz, el auténtico hombre andaluz , sabe divertirse en su propia pena :
“Cantando la pena
la pena se olvida” (Manuel Machado).
Y el otro Manuel, el sublime recitador granadino, nos diría:
“Las penas no se reparten;
que solo y con mucha pena
no se va a ninguna parte”, cfr. “La Pena”, de “Aires de Andalucía”, pág. 51.
El cante – así lo concebía Benítez Carrasco – es un fenómeno muy complejo que radica en la concepción que cada intérprete tiene de la vida y de su medio ambiente. La religiosidad, otro factor muy importante en la producción poética de Manuel, está presente en el concepto de copla flamenca que Benítez Carrasco tenía, y ha dado a conocer:
Soy español, andaluz,
granaíno, albaycinero;
mi identidad la hizo Dios;
la confirmó un carpintero
y la rubricó mi madre
¡carita de pan casero!.
De viruta y pan casero
en esta casa nací;
aprendí el Ave María
en la Cuesta del Chapiz
cfr. “El Coplero”, op. cit. pág. 90.
Así como el amor, la esperanza, la pobreza, la sencillez, la naturaleza...: toda la creación está patente y abierta en los poemas de Manuel Benítez Carrasco, por lo que se ha convertido en uno de los poetas contemporáneos más interesantes. Por ello nada de extraño el que acudan a él no sólo artistas de la copla, sino cantaores que saben expresar, mejor que nadie, las vivencias de un pueblo poseedor de una cultura milenaria y autóctona: Andalucía.
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