En la agenda cultural de el Fanzine CREATURA para este mes de Septiembre,nuestro amigo Pinky nos recomienda la lectura de este libro que sale hoy a la venta.
Un hombre en la oscuridad
Lea el pasaje favorito del escritor estadounidense en su última novela.
Noto en el pecho algo que va a hacerme toser, un tenue crujido de flemas muy dentro de los bronquios, y antes de que pueda evitarlo, me sale por la garganta como una carga explosiva. Pero he de expectorar, propulsar hacia arriba la repugnante sustancia, desalojar los viscosos residuos atascados en las tuberías, porque un intento no es suficiente, ni dos, ni tres, y ahí me veo en medio de un espasmo con todas las de la ley, el cuerpo entero convulso por la violenta arremetida. Es culpa mía. Dejé de fumar hace quince años, pero ahora que Katya está en la casa con sus omnipresentes American Spirits, he empezado a recaer en los viejos y sucios placeres, gorroneando sus colillas mientras nos zambullimos en el corpus total de la cinematografía planetaria, sentados juntos en el sofá, soltando humo en tándem, dos resoplantes locomotoras alejándose de este mundo asqueroso e insufrible, pero sin pesar, cabría añadir, sin vacilaciones, sin una sola punzada de remordimiento. Lo que cuenta es la compañía, el vínculo cómplice, esa solidaridad del a la mierda todo de los condenados.
Pensando de nuevo en las películas, me doy cuenta de que tengo otro ejemplo que añadir a la lista de Katya. Debo acordarme de decírselo mañana por la mañana -mientras desayunamos en el comedor-, porque seguro que le gustará, y si logro que en sus abatidas facciones brote una sonrisa, lo consideraré un esfuerzo meritorio.
El reloj al final de Cuentos de Tokio. Hemos visto la película hace unos días, aunque ya la conocíamos los dos, yo la había visto unos treinta años atrás, a finales de los sesenta o principios de los setenta, y aparte de acordarme de que me había gustado, la mayor parte de la historia se había esfumado de mi memoria. Ozu, 1953, ocho años después de la derrota japonesa. Un film lento, majestuoso, que cuenta una historia de lo más sencilla, pero realizada con tal elegancia y hondura de sentimientos que al final se me saltaban las lágrimas. Hay películas que son tan buenas como los libros, como los mejores libros (sí, Katya, te lo concedo), y ésta es una de ellas, no cabe duda, una obra tan sutil y conmovedora como una novela corta de Tolstói.
Una pareja de ancianos va a Tokio a ver a sus hijos, ya adultos: un médico en apuros económicos casado y con hijos, una peluquera casada que tiene un salón de belleza, y una nuera que estuvo casada con otro hijo muerto en la guerra, una joven viuda que vive sola y trabaja en una oficina. Desde el principio, está claro que el hijo y su mujer consideran la presencia de sus ancianos padres como una contrariedad, una verdadera carga. Están dedicados a su trabajo, a su familia, y no tienen tiempo para ocuparse adecuadamente de ellos. Únicamente la nuera se molesta en mostrarse un poco amable con ellos. Finalmente, los padres se van de Tokio y vuelven al sitio en donde viven (que nunca se menciona, creo, a menos que pestañeara y se me escapara), y unas semanas después, sin previo aviso, sin enfermedad premonitoria ni nada, la madre muere. La acción de la película pasa entonces a la casa familiar de esa anónima ciudad o población. Los hijos adultos de Tokio acuden al entierro, junto con la nuera, Norika o Noriko, no recuerdo bien, pero pongamos que es Noriko y llamémosla así. Entonces se presenta otro hijo que vive en un sitio diferente, y por último tenemos al vástago menor del grupo, una mujer de veintipocos años que es maestra de escuela y sigue viviendo en la casa paterna. Pronto salta a la vista que no sólo adora y admira a Noriko, sino que la prefiere a sus propios hermanos. Después del funeral, la familia se sienta a comer a la mesa, y los hijos de Tokio tienen mucho, mucho que hacer, están demasiado centrados en sus propias preocupaciones para ofrecer consuelo a su padre. Empiezan a mirar el reloj y deciden volver a Tokio en el expreso nocturno. El segundo hermano también opta por marcharse. No se advierte crueldad alguna en su conducta: eso hay que recalcarlo, en realidad es precisamente lo que Ozu pretende mostrar. Sólo están distraídos, atrapados en su peripecia vital, y se sienten llamados por otras responsabilidades. Pero la tierna Noriko se queda, no quiere abandonar a su afligido suegro (un dolor amurallado, impávido, desde luego, pero no por eso un sufrimiento menor), y en la última mañana de su prolongada visita, la maestra y ella desayunan juntas.
La muchacha está molesta por la apresurada mar-cha de sus hermanos. Afirma que deberían haberse quedado más tiempo y los llama egoístas, pero Noriko defiende su comportamiento (aunque ella jamás haría algo semejante), explicando que los hijos tienen que ocuparse de su propia vida y siempre acaban separándose de los padres. La muchacha insiste en que ella nunca será así. ¿Qué sentido tiene la familia si uno se comporta de esa manera?, pregunta. Noriko reitera su anterior observación, tratando de consolar a la muchacha y asegurando que eso es lo que pasa con los hijos, no puede remediarse. Se produce un largo silencio, y luego la muchacha mira a su cuñada y dice: La vida es decepcionante, ¿verdad? Noriko sostiene la mirada a la muchacha, y con una expresión ausente en las facciones, contesta: Sí, lo es.
La maestra se va a trabajar, y Noriko se pone a arreglar la casa (recordándome a las mujeres de las otras películas de las que Katya ha hablado esta noche), y entonces viene la escena del reloj, el momento para el que toda la película nos ha estado preparando. El anciano entra en la casa desde el jardín, y Noriko le anuncia que se va en el tren de la tarde. Se sientan a charlar, y si más o menos me acuerdo de las líneas generales de su conversación, es porque cuando acabó la película le pedí a Katya que volviera a pasar la escena. Me había causado mucha impresión, y quería examinar el diálogo con más detalle con objeto de ver cómo se las arreglaba Ozu para conseguirlo. El anciano empieza dándole las gracias por todo lo que ha hecho, pero Noriko sacude la cabeza y asegura que ella no ha hecho nada. El anciano insiste, diciéndole que ha sido de gran ayuda y que su mujer le había comentado lo amable que había sido con ella. Una vez más, Noriko se resiste al elogio, quitando importancia a sus actos y diciendo que son insignificantes, que no tienen nada de particular. Sin desistir en su propósito, el anciano añade que su mujer le dijo que los momentos que estuvo en compañía de Noriko fueron los más felices que pasó en Tokio. Estaba muy preocupada por tu futuro, prosigue el suegro. No puedes seguir así. Tienes que volver a casarte. Olvídate de X (su hijo, el marido de ella). Está muerto.
Noriko se encuentra demasiado afectada para responder, pero el anciano no está dispuesto a dejar el asunto ni a dar por terminada la conversación. Refiriéndose de nuevo a su mujer, concluye: Me dijo que eras la mujer más buena que había conocido. Noriko se mantiene firme, manifestando que su suegra exageraba sus virtudes, pero el suegro le replica sin rodeos que se equivoca. Noriko empieza a desquiciarse. Yo no soy la buena mujer por la que usted me toma, le dice. En realidad, soy bastante egoísta. Y entonces le explica que no está siempre pensando en su hijo, que transcurren días enteros sin acordarse una sola vez de su marido. Tras una pequeña pausa, le confiesa lo sola que se encuentra, y que cuando no puede dormir por la noche, se pasa las horas pensando en lo que va a ser de ella. Parece que mi corazón está esperando algo, le explica. Soy egoísta.
ANCIANO: No, no eres egoísta.
NORIKO: Sí, lo soy.
ANCIANO: Eres una buena mujer. Una mujer decente.
NORIKO: No, en absoluto.
En ese punto, Noriko acaba derrumbándose y rompe a llorar, cubriéndose la cara con las manos y dando rienda suelta a las lágrimas: una mujer joven que ha sufrido en silencio durante tanto tiempo, una buena persona que se niega a creer que lo es, porque sólo los buenos dudan de su propia bondad, y eso es precisamente lo que los hace así. Los malos sí saben que son buenos, pero ellos lo ignoran. Se pasan la vida disculpando a los demás, pero no son capaces de perdonarse a sí mismos. El anciano se pone en pie, y unos segundos después vuelve con el reloj, un anticuado cronómetro con una tapa metálica para proteger la esfera. Era de su mujer, dice a Noriko, y quiere que se quede con él. Acéptalo sólo por ella, le pide. Estoy seguro de que se habría alegrado. Conmovida por el gesto, Noriko se lo agradece mientras las lágrimas le siguen corriendo por las mejillas. El anciano la observa con aire pensativo, pero sus designios nos resultan impenetrables, puesto que sus emociones quedan ocultas bajo una máscara de sombría neutralidad. Viendo llorar a Noriko, formula entonces una simple declaración, pronunciando las palabras con un tono tan directo y poco sentimental que producen en ella un nuevo acceso de llanto: sollozos interminables, arrebatados, lágrimas de una tristeza tan honda y dolorosa, que es como si se hubiera roto el núcleo más íntimo de su ser.
Quiero que seas feliz, dice el anciano. Sólo una breve frase, y Noriko se derrumba, aplastada por el peso de su propia vida. Quiero que seas feliz. Mientras sigue llorando, el suegro hace una observación más antes de que concluya la escena. Qué raro, dice, casi con incredulidad. Tenemos hijos propios, y sin embargo tú eres la que más ha hecho por nosotros. La acción pasa al colegio. Oímos cantar a los niños, y un momento después nos encontramos en el aula de la hija. Se oye a lo lejos el ruido del tren. La joven mira el reloj y se acerca entonces a la ventana. Pasa un tren con gran estruendo: el expreso de la tarde, que lleva a su querida cuñada de vuelta a Tokio. Corte al tren propiamente dicho, y al ensordecedor ruido de las ruedas mientras giran vertiginosas a lo largo de las vías. Nos vemos precipitados hacia el futuro. Momentos después, nos encontramos en el interior de uno de los vagones. Noriko va sola, con la mirada perdida en el vacío, pensando en algo. Transcurren unos segundos, y entonces coge del regazo el reloj de su suegra. Abre la tapa, y de pronto oímos la manecilla pequeña haciendo tictac en torno a la esfera. Noriko examina el reloj, la expresión de su rostro a la vez triste y contemplativa, y mientras la vemos con el reloj en la palma de la mano, tenemos la impresión de contemplar el tiempo mismo, el tiempo que se acelera al ritmo del tren, impulsándonos hacia una vida más plena, pero también el tiempo como pasado, el pasado de la suegra muerta, el de Noriko, el pasado que vive en el presente, el que trasladamos con nosotros al futuro.
Resuena en nuestros oídos el estridente silbido del tren, un ruido cruel y desgarrador. La vida es decepcionante, ¿verdad?
Quiero que seas feliz.
Y entonces la escena concluye bruscamente.